viernes, 14 de agosto de 2020

Tormenta

 Por Yoqsan Berumen.

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Pasa, en ocasiones, que cuando más crees conocerte, terminas descubriéndote haciendo algo o siendo alguien inimaginable para ti mismo. Incluso pasa que, cuando te crees más estable, de repente todo se derrumba, todo queda en ruinas. Y, sin embargo, existen cosas, que por más que trates, jamás podrás echarlas abajo. Al fin y al cabo, son esas cosas las que te definen realmente.

Dicen que cuando tocas fondo, es cuando descubres quién eres, lo que verdaderamente te define. ¿Qué tan destruida debe de estar una persona para conocerse realmente, para ver qué oculta en el fondo de su alma? Jamás me había hecho tales cuestiones, hasta que me conocí.

Era una tarde lluviosa. El frescor del aire, mezclado con el olor a tierra mojada embriagaba mis sentidos, de tal forma que instintivamente me llevaron a buscar el refugio más cercano para resguardarme. No puedo culpar únicamente a mi instinto el haber terminado en aquel lugar, supongo que, inconscientemente, fui a dar a aquella cafetería porque así deseaba, en el fondo, que sucediera.

Al entrar, la nueva atmósfera cálida y cargada con el aroma a café tostado me dio la bienvenida; una sensación de confort abordó a mi corazón. Fui al lugar de siempre, ni siquiera miré el menú: café negro, bien cargado, sin azúcar, por favor. Terminando esas palabras con una sonrisa que probablemente se mostraba ya algo más mecanizada, sin alma, que sincera. Aunque era uno de esos lugares con un toque hogareño, y aunque llevaba años visitándolo y sentándome en el mismo lugar, siempre me sentí ajeno, como una pieza forzada que no embona en un rompecabezas. Pero no sólo yo, toda la gente del lugar lo hacía parecer una farsa. Todo falso, todo aparentando ser algo, todos aparentando ser alguien, escondiéndose, protegiéndose.

¿Por qué, entonces, seguir frecuentando esa clase de lugar? Tal vez porque en el fondo sabía que yo también era un farsante.

Aquella tarde, en la mesa frente a mí, se sentó un hombre que no había visto jamás. Probablemente llegó, al igual que yo, buscando un refugio de la tormenta, sin saber que él era la verdadera tormenta. Pude verlo en su mirada. Mientras él observaba como las gotas de lluvia golpeaban la ventana, me di cuenta que sus ojos no reflejaban nada. Eran como el café de mi taza, absorbían toda la luz que llegaba a ellos y no dejaban escapar cosa alguna; podía ver claramente su alma y no había absolutamente nada en ella. En mi vida solo había visto una mirada tan vacía: la mía.

Por primera vez en mucho tiempo sentí que no estaba solo. Era como si él también pudiera notar que todo era una farsa en ese lugar, ¿Podía él ver a través de mi alma también?

Claro que podía.

En cuanto me pregunté eso, me arrojó una mirada tan gélida que sentí escalofríos, como un rayo que te atraviesa toda la columna vertebral y se extiende a todas tus extremidades. Me paralicé por un instante y estuve a punto de tirar la taza al suelo; pero me aferré a ella, como si se tratara de la última pieza que me quedaba de cordura. Me aferré cada vez más y más fuerte, hasta sentir que casi la rompería con mis manos, como si tuviera entre mis manos el cuello de aquella persona. Lo odiaba, con todo mi corazón, lo odiaba. Y ahí me di cuenta que, no había nadie frente a mí, sólo era un espejo…


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